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El Primer beso.


—¡Estoy loco por besarla chico! —le había confesado aquella tarde a Beba. Por eso ella misma corrió a organizar los preparativos, sin otra intención que darle buen término a esta historia.


Debía ser aquel un encuentro inolvidable, algo realmente extraordinario que ayude a oficializar la relación prohibida, sostenida hasta entonces a impulsos de cartas completamente secretas, y que le permitiera de una vez por todas consumar el noviazgo por medio del primer beso. Con su mediación obtuvieron también el favor de María Eugenia «Tutty», la hermana menor de Débora.


Debido al calor, en casi todas las viviendas del central se mantenían durante todo el día las puertas y ventanas abiertas. Ya podían advertirse las señales naturales de la próxima temporada de huracanes, eran los fieles presagios que podían sentirse en el aire incluso, antes de desencadenarse el temporal.


Pablo con su mirada llena de vivacidad y su contagiosa sonrisa inundaba gran parte de la escena. Solo su presencia solía iluminarle la tarde a Débora que lo buscaba en los espejos de la casa y en las sombras de los alrededores.


De repente, desde una distancia prudente le hizo señas con la mano indicándole que se reuniría enseguida con ella en el fondo de la casa.


Débora se sentía feliz siempre de volver a verlo, no tanto por su guapura y elegancia, sino por la vitalidad y seguridad que le transmitía, pero volviendo sólo la cabeza hacia él, pues los ojos los tenía clavados en la puerta de entrada de su casa, le dio a entender con un juego de muecas que no estaba lista. Todavía sus padres no se habían ido a dormir la siesta. El papá leía en el comedor y su madre se había retrasado con los quehaceres domésticos, aseando el hornillo, acomodando sartenes y platos. Mas Pablo insistió que lo aguardara atrás, señalando nuevamente en dirección al fondo de la casa.


Beba, más rellenita que nunca, con sus dos colitas anudadas cerca de las sienes, montaba guardia en la esquina viendo que no se acercara nadie por la calle, y Tutty sin alejarse ni un paso de la puerta del patio, observaba disimuladamente los movimientos de su madre, pero sin perder la ocasión de espiar a los dos enamorados. Pronto pareció que todas las precauciones y los arreglos habían sido inútiles. Cuando Enrique dejó de leer y se levantó de su asiento porque creyó oír que llamaban a su hija desde afuera. Se asomó al portillo de la ventanilla y trató de escuchar. Pero no sintió a nadie. Los chicos ya se habían dispersado.


Quedó sorprendido al no hallar tampoco por ningún lado a Débora. La buscó en la alcoba, en la mesa del comedor y por último se encaminó rumbo al fondo de la casa. Aunque tampoco la halló.


Poco después acudió a su esposa y le preguntó:


—¿Has visto a Deby? ¿Para dónde agarró? No la veo desde hace rato.


—¡Por aquí no pasó!


—¡En casa no está!... ¡Deby! —gritó don Enrique, suponiendo que estaba en la calle.


En aquel momento entró Deby. Se la notaba molesta, como consigo misma, por ser tan joven todavía o quizá por sentirse vigilada a todo momento. Presurosamente sin que la vean se apoderó de la mesa escritorio, junto a la ventana, comportándose con diligencia y sumiéndose silenciosa en sus tareas del colegio, mientras su corazón le latía agitado por la ansiedad del momento.


—¡Deby! ¿Por qué no contestas? Te estoy llamando.


—Aquí estoy papá.


— Sí, ya veo. Dime: ¿Qué tienes hoy? ¿Qué cosa hay por ahí que cada dos minutos entras y sales?


—Nada papá. Beba pasó a traerme unos deberes.


Luego de burlar a su padre, de un extremo a otro de la casa, apresuradamente y en silencio salió para el fondo con paso agitado, hendiendo violentamente los pliegues de su falda, como las aguas de un río tremulante.


Pablo también llegó por el traspatio, como una corriente de aire franqueando ágilmente la empalizada. Y al verla se le encendieron los ojos.


Deby miró a su alrededor, se aseguró de que no había peligro, y salió a su encuentro. Ella, que últimamente venía rindiéndose ante la mirada de sus ojos gachones, no levantó casi la vista hacia él, sino que lucía por primera vez temerosa, distraída, petrificada por el susto. Debió subirse en el borde de la tapa de una cisterna enmohecida y polvorienta para evitar la verja alambrada, quedando con Williams cara a cara, mientras este también se armaba de valor plantándose frente a Deby. «Esta es la oportunidad de mi vida» —pensó—. La tomó de la mano y la observó fijamente, como nunca. Estaba locamente perdido por sus ojos verdes. No podía creer que se hallaba nuevamente ante ella, que la tenía enfrente en carne y hueso. Le habló con voz nítida y cabeza alzada. Su dominio y tranquilidad terminaron de enamorar a Deby, que desde aquel día comprendió que había nacido para él.


—Dime que te casarás conmigo cuando seamos mayores —improvisó locamente Pablo cuando no se le ocurrió más que decir.


—¡Oh, está todavía muy lejos ese tiempo! Aún no pienso en eso.


—¡Vaya! No creas que me quiero casar yo tampoco. Así estoy bien.


— Ja ja ja Entonces ¿por qué preguntas?


—Es que sería lindo... solo pensaba...


Ella a cada momento examinaba el entorno con una mirada de alerta, atenta a todo lo apercibido: al aviso de su hermana, al grito de Beba, a la imprevista llegada de alguno de sus padres... Nerviosa, se aferraba a una larga barandilla; observaba a los lados y luego reanudaba la conversación.


No pudo evitar que se ruborizaran sus mejillas con un golpe de sangre e indefensa, a plena luz, cedió ante él, que habría de efectuar luego una acción crucial y definitiva, cerrando los ojos y llevando sus labios hacia los de ella.


Trascendía sutilmente en el jardín un perfume dulce de Floripondios acampanados, que se mezclaba con la colonia de Débora, infinitamente más agradable para él. Era algo nuevo en su vida, algo que no había experimentado hasta entonces, y que penetraba intensa y profundamente en su mente y su ser. Ese pasatiempo ingenuo en el jardín se transformaría en algo inolvidable para su vida, como cada palabra susurrada, quedaría esto también para la posteridad.


Pablo continuaba inmóvil, con los ojos cerrados y los labios apretados sobre sus labios, respirando su perfume, saboreando infantilmente su piel, cuando de pronto… —¡Ahí viene! —oyeron aterrorizados la voz de Tutty, que les llamaba asomándose desde una planta más elevada de la casa.


—¡Ahí viene Papá!


Pillados, desprevenidos, ambos volvieron la cabeza a la cortina que separaba la salida de la casa con el jardín. Repentinamente Deby hizo un súbito movimiento que le llevó a perder el equilibro, una de sus piernas resbaló torpemente de la cornisa y terminó cayendo encima del alambrado dando finalmente de rodillas sobre la tierra. Aunque ésta absorbió la caída amortiguando levemente el golpe, no evitó que la contusión le dejara rengueando un par de semanas.


Durante unos instantes, los chicos se quedaron verdaderamente estupefactos, mientras en su confusión, enrojecían sin saber para qué lado correr.


—¡Ah, Deby! ¿Estás bien? —murmuró Pablo acongojado.


—No importa ¡Vete, vete! —respondió la niña.


Deby, más que por dolor, por los nervios de tener que enfrentar a su padre se echó a llorar. Chillaba histéricamente en el suelo sin atinar a querer siquiera levantarse.


Pablo se estremeció por el llanto de su enamorada, pensó en regresar pero ya no podía hacer nada, así que desapareció.




Visita a la prostituta.


Con algún dinero en el bolsillo, Pablo se había dejado arrastrar por sus ímpetus sexuales en la fascinación de la noche y ya venía con regularidad frecuentando un viejo burdel que quedaba relegado a la periferia de Las Tunas, precisamente en la parte desértica de la ciudad. Era aquel sitio de placer, una casona sucia y sórdida que quedaba frente a los rieles del ferrocarril, el cual, nadie que tuviera un poco de pudicia osaría frecuentar. Con esta experiencia secreta, de ese modo vergonzoso, Pablo paradójicamente aumentaba la confianza en sí mismo e introducía algunas características indecorosas a su personalidad. De un día para otro se había hecho hombre. Y aunque siguiera en la escuela sentándose en el mismo banco de siempre, ahora solía dárselas de mayor y hablaba todo el tiempo a sus compañeros con la intención de resaltar su carácter viril, remembrando las andanzas nocturnas y sus experiencias con aquellas mujeres perdidas. Comenzó a decir para sí y a sus amigos: «Ya no soy un señorito». No obstante, a pesar de todo, le inquietaba a veces un problema sin evasión: y era que sabía perfectamente que si se enteraban su abuela o su noviecita tendría graves problemas. Eso no quitaba que cada tarde buscara en el bar los servicios de Angélica. Creía con ello, estar cumpliendo el gran sueño erótico de su vida. Y para seguir satisfaciendo el vicio insaciable iba a seguir frecuentando aquel sitio de placer durante todo el verano. Incluso, en la cúspide del gozo, dejándose arrastrar de este modo por la fascinación de las sombras y por sus ímpetus sexuales, quizá haya llegado a creer que el amor hacia Deby podía ser sustituido por una pasión de burdel. A veces no podía concebirse en otro lugar más que en el Bar de Tina y pasaba el día esperando que anochezca para salir a putañear. Entonces la mulata de edad madura, que seguía cuidando muy profesionalmente del lucro, con frecuencia y verdadero gusto solía mantenerse como Venus en su trono, amañada tras la caja del antro, pues allí la violenta penumbra del rincón ocultaba los estragos hechos por el tiempo a su ya pasada figura de reina. Angélica aún era patrona de tres mujeres tan deslucidas y viejas como ella, que a su vez dependían de un proxeneta. Pablo, al anochecer, llegaba a menudo para rondar el prostíbulo luciendo sus plumas nuevas. Esperaba hasta que Angélica pudiera recibirle, y momentos después que el chulo se retirara, la pollona cogía para el patio trasero, le hacía un guiño invitando a que la siguiera, y el chico haciéndose el gallo, ahí recién entraba detrás de ella. 9 Por entonces oscurecía tarde. Era una noche cálida y sofocante de agosto. En momentos que las sombras hicieron más angostas, las toscas paredes del establecimiento y sus empalizadas se confundieron con el fondo negro del firmamento y allí apareció Pablo desde la oscuridad de las vías del ferrocarril, mirando con ojos gatunos hacia el pasillo de las habitaciones, y éstas a su vez, iluminadas por un foco ordinario, respondieron de igual manera. Los gemidos de las mujeres flotaban chillones desde el interior de los cuartos. Pablo entró tan ganoso al bar que parecía perro en selo. Para hacer tiempo bebió unas cervezas; pronto la vio a Angélica sentada en una mesa solitaria pero no se animó a abordarla. En cambio se paseó durante más de una hora sin dejarse ver por los rincones del establecimiento, hasta que confundido y embriagado se retiró a tomar aire fresco a la parte de afuera. La negrura de la noche invadía todas las cosas, asechando los alambrados y los árboles que rodeaban el linde del pórtico venido a menos. En espera de que su mulatona saliera del bar, se detuvo debajo de una bombilla de luz colorada, como evitando quedar disipado por la oscuridad. Pronto advirtió Pablo que alguien se acercaba por las vías del tren. Primero creyó que podría tratarse del rufián que vivía a expensas de la ramera. Tuvo miedo, porque sabía que el vividor siempre andaba armado. Pensó en correr. Miró a su alrededor buscando un lugar donde esconderse, tropezando torpemente con un gran montón de vigas que se esparcían por el piso desordenadamente, y que a su vez le impedían el paso hacia los rieles. No tenía otra salida. Se agachó por el rincón de la sombra, y esperó en cuclillas, con el corazón agitado, entre las maderas y una columna adonde no llegaba la luz de las débiles lamparillas. Inmediatamente escuchó más voces merodeando, y el ruido de pasos que a menudo parecían acercarse y detenerse indecisos. Eran varias personas. Efectivamente, eran tres. Pablo sabía que si se movía traicionaba su presencia, así que se quedó inmóvil tras de la columna. De pronto oyó que abrieron de la puerta, brotando la oleada de confusas voces del interior del local. Asomó su cabeza y los vio. Eran tres uniformados, armados con fusil, que al parecer acababan de dar sus rondas. Seguro llegaban de patrullar. Los muchachos se volvieron hacia el interior y detrás de sí cerraron la puerta. Ahí recién Pablo recobró el aliento, se levantó y desapareció en la oscuridad. 10 Abstraído en lo que acababa de suceder se dirigió a su casa. Logró escapar de milagro, sin ser visto. No eran tiempos para andarse con bromas. Como estaban las cosas de calientes en esa época, de seguro, si hubiera corrido, confundiéndole con un agitador o con un maleante le habrían disparado. Eran momentos en que distintas células clandestinas realizaban por los centrales azucareros todo tipo de sabotajes. Entonces la Guardia Rural estaba más prevenida e inflexible que nunca…

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otras Reseñas y comentarios

A continuación, breves reseñas de las distintas librerías y de quien efectuó la primera revisión del castellano en el texto: la doctora Flory Rivas.

10 mejores lineas

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